Carta
a Jesús de Nazaret
Paul Gauguin -Jesús en el huerto de los olivos (1888)
Líbrate
del martirio, buen hombre. Corre por tu vida, piérdete entre los
olivos, ponte a resguardo de la turba de fariseos y saduceos que
viene a prenderte. No tropieces con el espejismo de la voluntad de tu
Padre: esta vida es lo que hay y fuera de ella todo es oscuro.
Has
escuchado voces en tu interior; has imaginado escenas en las que
apareces sentado a la diestra del Creador del Universo en un sitio
brillante, suave y dichoso. Son las tentaciones de la nada: son voces
de las sirenas de Tánatos y de Mors, las inercias de la entropía
que impulsa el desorden de lo ordenado, la desintegración de lo
integral, el desvanecimiento de la luz. No les hagas caso. Tienes
huesos, carne, lengua, corazón y sangre. Lo demás es incierto.
Mañana
será demasiado tarde. Escabúllete ahora, buen hombre. Tienes por
delante muchos años para ser carpintero apacible o profeta tremendo.
Tienes ante ti el aroma de las hierbas, la atención arrobada de tus
seguidores, el pensamiento torturado, el abrigo de las telas bastas,
los muslos milagrosos de Magdalena. Ella y tú son fecundos: funda
una estirpe de artesanos o de reyes, concédete la gloria de
acariciar la cabeza de tus hijos, que serán reales y corpóreos.
Ahórranos,
buen hombre, las conjuras, los martirios, la entronización imperial
de tu nombre. Si te dejas conducir al matadero terminarás convertido
en una de esas deidades sedientas de venganza y sangre: un nuevo
Baal, un Huitzilopochtli mediterráneo. Ahórranos la persecución de
los tuyos en las catacumbas, las Cruzadas y las guerras devastadoras
contra los herejes. Líbranos del Santo Oficio y del asado de brujas.
Escapa de la cruz y evítanos la hoguera, el tormento, el
desmembramiento para los idólatras. No permitas que en tu nombre los
gentiles derramen sangre de judíos, que los cristianos decapiten a
los moros, que los españoles marquen a fuego a los indios, que los
cristianos renacidos arrasen países y lancen bombas sobre pueblos
inermes, que los asesinos y los ladrones beban de tu sangre y coman
el símbolo de tu carne para sentirse reconfortados de sus crímenes.
Los clavos que están a punto de lastimarte nos van a costar
carísimo.
La
intrínseca bondad del alma humana es anterior a ti: esta especie es
gregaria y su supervivencia no depende tanto del triunfo del más
fuerte sino de que sus individuos cooperen entre sí. El amor tiene
un fuego perenne y no te requiere para enfrentarse a la frialdad del
odio. La compasión no te necesita. Y sin embargo, la ley del más
fuerte ha sido impuesta y lo seguirá siendo en tu nombre o sin él.
Para qué te involucras en eso.
Si
mueres ahora, tus seguidores borrarán de la historia a los
bondadosos, a los amorosos y a los piadosos que te precedieron para
que nadie ni nada haga sombra a tu esplendor de difunto. Por ti, por
ellos y por todos, huye de la cruz. Tu pasión no va a fructificar en
una exaltación de la vida; será, por el contrario, celebración
lóbrega de la muerte, porque ésta engendra más muerte y la tuya no
escapará a la regla. Más allá de los íconos no hay Más Allá.
Durante
tres años has predicado el bien, el amor y el perdón, y con eso
deberías darte por satisfecho. Permite que madure la cosecha de tu
siembra; confía en aquellos a quienes dirigiste la palabra y cuya
piel tocaste con tu piel; deja que los agraciados por tus sanaciones
canten y alaben tu poder, te admiren sin venerarte, te quieran sin
adoración y sigan tus pasos sin que el camino los conduzca al
martirio. Multiplícate en ellos y en una hermosa prole que cultive
los campos ariscos de tu tierra, fabrique naves de comercio y de
pesca, estudie los misterios de la Torá, defienda a tu gente de
cuantas amenazas y opresiones se ciernen sobre ella.
Hijo
del Hombre, aférrate a la vida. Hijo de Dios, líbrate de la
soberbia. Ten fe en que los pastores buenos de tu fe hallarán por sí
mismos parábolas menos devastadoras que el tormento y la destrucción
de la carne para aliviar con la palabra los males del mundo.
Pero
no te regales a Roma. No le obsequies al Imperio el pendón
espiritual que necesita para reinventar su dominio. No induzcas a
Pedro a fundar una iglesia que tendrá aciertos humanos pero que
acabará dominada por pontífices envenenadores y violadores de sus
propias hijas, por cardenales forrados de oro, por funcionarios
aferrados a sus cotos de poder terrenal, por banqueros vaticanos que
lavarán dinero y lo invertirán en fábricas de armamento. No
contribuyas, con tu muerte violenta, a entronizar la idolatría y el
fetichismo, de los cuales abominas, ni la superstición y la
charlatanería. Si te dejas clavar en ese madero, antes incluso de
que los buitres te devoren, o antes de que tus mujeres amadas
consigan recuperar tu cuerpo, vendrán los mercaderes a reducir tu
cruz a astillas –pobres pedazos de madera remojados en sangre–
que serán vendidas por sumas desmesuradas y presentadas como
generadoras de milagros, y los milagros son mentira.
No
llegues hasta el Sanedrín, buen hombre; no te dejes conducir al
Gólgota. Predica la buena nueva pero no pretendas que ésta transite
por tu homicidio atroz, por el corazón desgarrado de María, por el
dolor de tus discípulos, por el truncado amor de Magdalena, por la
grotesca tragedia del Iscariote, por la maldición eterna para las
tribus que forjaron los clavos que hiendan tu carne. Prosigue tu
tarea sin apelar a la muerte, refúgiate entre los nabateos, con los
fenicios de Tiro, en la montañosa Macedonia o en las soleadas costas
corintias, y sé bienaventurado con tu aura de profeta y tu mensaje
de amor, de intolerancia compasiva, de arrogante humildad y, si
puedes, de alegría y celebración de la vida, porque fuera de ella
todo es incierto.
Líbrate
del martirio así como tus padres terrenales te libraron, cuando eras
un recién nacido, de la degollina de Herodes el Grande. Acepta la
enseñanza de tus mayores y sé fiel a la existencia. Si los humanos
de tu tiempo y tu país son susceptibles de salvación, muchos de
ellos lograrán entender tu verdad sin necesidad de latigazos,
caídas, coronas de espinas, maderos agobiantes, sed burlada con
vinagre, hierros lacerantes y agonías sin término.
Hermano,
ten piedad de ti mismo y de nosotros, los que somos y seremos libres
de toda culpa o pecado original y creemos, con una convicción tan
poderosa como la tuya, que no hay salvación fuera del convivio, que
es el vivir a coro y entre muchos, y que la muerte no vale la pena.